Los tenues colores de la madrugada del día del Mundial nos habían introducido en Brasil con suavidad, la misma del paisaje ondulante de la bella ruta alternativa a Curitiba, la que se toma entrando por Bernardo de Irigoyen (Misiones). Desde el primer momento, sabemos que estamos pisando el territorio de un gigante de caras múltiples.
La que vimos ayer es la más parecida a la nuestra con sus cultivos y sus galpones repletos de máquinas agrícolas. Pronto aparecen diferencias. La tierra roja y el verde claro construyen un contraste único en el que por momentos reina la caña de azúcar, el maíz y, más cerca de Curitiba, los naranjales.
Las condiciones generadas por las actuales inundaciones en la región convierten a la experiencia en una aventura que nos retiene más de lo previsto, entre ríos embravecidos por las compuertas abiertas de los diques, morros que se derrumban y amenazan cortar la ruta que serpentea en medio de una exuberante vegetación de helechos, pinos sombrilla y palmeras.
En el pintoresco poblado de Foz do Jordao, rincón alejado de cualquiera de las sedes, aparecen las primeras banderas verde-amarillas y las camisetas. Pero el fervor y la intensidad del Mundial se siente en Curitiba, a pesar de la fama de ciudad “poco brasileña” que la distingue.
Desde la cercana San Pablo llegan las buenas noticias y la fiesta florece en la capital del Estado de Paraná (un millón y medio de habitantes, sexta ciudad del Brasil) con la espontánea euforia brasileña, con la gente en las calles, los fuegos artificiales y el ritmo de samba retumbando en las calles.
El Mundial ha comenzado. Cualquier país que recibe un evento de estas características se conmueve. Brasil se está dando vuelta.
